Crítica Megalópolis (2024) | La arquitectura del caos

Con Megalópolis, Coppola se mide en el abismo de una fábula política que se mueve entre la grandeza operística y el delirio experimental.
3/5

Durante los 70’s, Francis Ford Coppola fue una especie de arquitecto de lo imposible. Desde las dinastías mafiosas de El Padrino, pasando por el estado paranoico de La Conversación y hasta la psicodelia bélica de Apocalypse Now, sus películas le tomaron el pulso a un país en crisis con una visión que subvertía las limitaciones del cine. Con Megalópolis (2024), su proyecto más audaz y personal, el director se vuelve a enfrentar no solo a las dimensiones del medio cinematográfico, sino a los límites de su propia identidad artística.

Megalópolis es un acto de inmolación, un artefacto de exuberancia conceptual. Es menos una película que un collage barroco de pulsiones contradictorias, que se mueve entre el pasado y el futuro, lo sublime y el absurdo, la genialidad y el caos. Coppola elimina cualquier rastro de narrativa tradicional en favor de un sueño lúcido que mezcla fábula, Shakespeare, mitología romana y espectáculo kitsch. El resultado es una obra imperfecta pero monumental, que exige ser vista no por su coherencia sino por su audacia, como un reflejo de la lucha de su autor por salvar lo esencial: el acto de crear.

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Nathalie Emmanuel como Julia Cicero en Megalópolis (2024)

Francis Ford Coppola, el artista kamikaze

Como el arquitecto César Catilina (Adam Driver) – su alter ego en la pantalla -, Coppola sueña con construir una utopía sobre las ruinas de un imperio en decadencia. Nueva Roma, versión retrofuturista de Nueva York, se presenta como un espacio donde conviven togas senatoriales y rascacielos art déco, donde la antigüedad clásica se encuentra con un presente en descomposición: el escenario psicodélico de una fábula política que oscila entre la grandeza operística y el delirio experimental.

La relación de César con el alcalde de Nueva Roma, Frank Cicero (Giancarlo Esposito), sintetiza el conflicto central de la película: el choque entre el pragmatismo político y la creatividad (un eco de las peleas de Coppola con la industria del cine), la última resistencia contra la rigidez del sistema.

Como Coppola, César es un hombre atrapado entre la grandeza de su visión y los límites de su humanidad, que se atreve a desafiar las leyes de la física para transformar sus obsesiones en arte. Tiene la capacidad de detener el tiempo, un gesto que lo alinea tanto con la figura del cineasta como con la del soñador. El monólogo de Hamlet que recita cuando presenta su proyecto Megalópolis a la comunidad conecta directamente con la esencia de la película: el sueño como una manera de suspender el flujo de la existencia para contemplar, aunque sea de manera momentánea, las alternativas al dolor, la incertidumbre de la vida.

César se mueve entre el personaje y la alegoría. Más que un hombre, es una idea en constante transformación, una manifestación de la ambición desbordada de Coppola. Al igual que Hamlet, está atrapado entre la acción y la reflexión: un visionario que desea construir una utopía pero que está paralizado por las ruinas que lo rodean, tanto físicas como emocionales. El “ser o no ser”, en Megalópolis, no es una pregunta binaria sino un estado perpetuo de ambigüedad, donde cada secuencia oscila entre la acción y el sueño, entre el artificio y la realidad.

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Adam Driver como César Catilina en Megalópolis (2024)

Megalópolis (2024), explicada

Como el megalon – un material que combina lo concreto y lo orgánico, con el que César intenta construir su ciudad del futuro – Megalópolis es un elemento experimental cuyas propiedades mágicas desafían la comprensión. Coppola construye su película como un catálogo de ideas que se yuxtaponen sin un centro fijo. La trama no tiene espesor. Las escenas fluyen como movimientos de free jazz, donde cada secuencia parece reescribir las reglas de la anterior. Las disonancias y los cambios abruptos de tono no son errores sino la materia prima de una sinfonía del caos.

Las secuencias tienen una estructura onírica que le permite a la película funcionar como un floripondio audiovisual. Megalópolis no se esfuerza por ser completa: se presenta como una obra inacabada, como si Coppola estuviera esculpiendo en tiempo real los escombros de un sueño más grande que él mismo. Pero si el tiempo y el espacio son moldeados por la voluntad del creador, este control no es absoluto: Coppola deja que sus imágenes respiren, que sus ideas choquen y que sus personajes tomen el control de la diégesis, que reescriban la lógica de la realidad, como si la película misma fuera una ciudad viva, en constante cambio.

El sincretismo visual —que mezcla elementos de Epstein, Gance, Lynch y Godard— está al servicio de una idea central: el futuro pertenece a los audaces, a aquellos que anteponen la imaginación al consenso. Megalópolis intenta preservar una especie exquisita y moribunda, todo un universo cinematográfico en vías de extinción: las ambiciones del Nuevo Hollywood, los grandes temas, la libertad creativa sin restricciones presupuestarias. Pero hay algo profundamente melancólico en esta celebración del poder creativo. Coppola pelea una batalla que está perdida de antemano. La cultura que promueve, la de los grandes auteurs norteamericanos que crean obras maestras sin concesiones, quedó obsoleta el día que Star Wars (1977) se proyectó en un cine.

Lo fascinante de Megalópolis es justamente su anacronismo heroico. En la industria del fan service y la corrección política, Coppola ofrece un vodevil de excesos barrocos y conceptuales. La película es simultáneamente obra maestra y desastre, ópera y experimento, testamento artístico y necrópolis financiera. Trasciende las categorías tradicionales de éxito y fracaso, de buena o mala. En el mundo decadente que presenta Coppola, solo sobreviven los locos, aquellos capaces de imaginar más allá de los límites de lo posible.

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Aubrey Plaza como Wow Platinum en Megalópolis (2024)

Megalópolis sufre una especie de síndrome de última película: si se siente como una despedida, es porque Coppola fuerza incorporar todas sus ideas acumuladas sobre el estado del mundo contemporáneo durante su inactividad – desde el clima moral post 11/S a Donald Trump, de las fake news a la cultura de la cancelación, de la desigualdad social a los falsos profetas de la democracia -, pero sin articularlas con la lógica del relato.

A pesar de sus momentos de incoherencia y sus diálogos grandilocuentes, Megalópolis se eleva como una declaración de amor al cine. Coppola utiliza cada herramienta a su disposición, desde efectos digitales hasta referencias al cine mudo, para construir una obra que celebra la libertad creativa en su forma más pura. Es una película que no busca gustar, sino desafiar. En este sentido, es menos una obra maestra que un gesto radical: un intento de transitar lo indecible, de construir una ciudad de sueños en medio de una industria dominada por fórmulas narrativas.

La película se inscribe en un espacio intermedio donde lo grotesco y el genio coexisten. Es un testimonio del espíritu de Coppola, un cineasta que, a sus 85 años, resulta conmovedor en su búsqueda desesperada de trascendencia a través del arte. En este sentido, Megalópolis no es solo una película: es una ruina gloriosa. Su valor no se mide en la taquilla, sino en su capacidad para expandir los límites de lo que el cine puede ser. Un retrato de la ambición desmesurada, un monumento a la divina inutilidad de intentar capturar los sueños con una cámara.

CRÉDITOS

MEGALÓPOLIS (2024)

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Dirección

Francis Ford Coppola

Guion

Francis Ford Coppola

Fotografía

Mihai Malaimare Jr.

Música

Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal

País

Estados Unidos

Duración

138 minutos

Reparto

Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Aubrey Plaza, Jon Voight, Laurence Fishburne, Dustin Hoffman

TRÁILER

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